Texto completo
para el catálogo de la muestra de Gustavo Romano, Galería
Ruth Benzacar, Buenos Aires, mayo de 2004
El poema de Samuel Taylor Coleridge Kublai Khan,
a vision in a dream (1797) tuvo su origen en una
ensoñación producida por dos gramos de
opio. Durante su sueño, Coleridge componía
un poema sobre Xanadú, un palacio en el medio
de un vasto territorio rodeado por una muralla. Allí
había fértiles praderas, cristalinos arroyos
y toda clase de pájaros y animales exóticos.
El palacio había sido construido por Kublai Khan,
nieto de Genghis Khan y líder del Imperio mongol,
para celebrar las glorias de su reinado. Coleridge,
que aun recordaba su poema al despertar, se apuró
a escribir los versos soñados. Treinta años
más tarde, fuentes persas hasta entonces desconocidas
para occidente establecían que, al este de la
ciudad de Shang Du, Kublai Khan había erigido
un palacio según un proyecto concebido durante
un sueño y conservado, al despertar, en su memoria.
Así, en el siglo XIII un emperador mongol soñó
un palacio que fue igualmente soñado por un poeta
inglés, en el siglo XVIII. Esta anécdota
ha llevado a especular sobre una posible de topología
de los sueños. El mismo espacio donde se encuentra
Xanadú, en la dimensión onírica,
habría sido visitado tanto por el Khan como por
Coleridge.
Dicha posibilidad nos lleva a reflexionar sobre el hecho
de que habitamos un espacio que, lejos de ser homogéneo,
se presenta múltiple y fragmentado. Habrá,
entonces, diferentes espacios: están los de los
sueños y las pasiones, pero también los
espacios de la altura y los espacios subterráneos,
los espacios fijos y los espacios móviles y que
no pueden ser de ninguna manera fijados, los espacios
del adentro y los del afuera, etcétera. Esta
multiplicidad no deja de ser perturbadora. A partir
de la misma, el natural hábito de ver las cosas
de una sola manera se rompe y, al romperse, también
lo hacen los órdenes y las jerarquías
convencionales.
Tomemos, por ejemplo, a los espejos. Un espejo se presenta
como una puerta que se abre hacia un espacio otro: el
mundo del revés. Allí, las reglas se alteran
y reformulan, creando una lógica diferente. En
el espejo, la lógica de la identidad, la lógica
del espacio y la lógica del tiempo aparecen por
completo subvertidas e invertidas: 1 es igual a 2, la
derecha es la izquierda, el pasado, al invertirse los
relojes, es el futuro. El enfrentarnos con esta lógica
otra, nos replanteamos acerca de la legitimidad del
orden y la lógica del mundo que conocemos. El
espejo aparece como punto de conexión o de pasaje
entre dos espacios diferentes. También lo harán
las ventanas, las puertas, los cajones, las cajas, que
al permitir el acceso hacia otros espacios (del afuera,
del adentro; del más acá, del más
allá) y horadar el espacio único, se constituyen
principalmente como un cuestionamiento a cerca de los
límites.
Un espacio paradigmático a la hora de cuestionar
límites será el espacio infinito. Lo vasto,
lo inmenso, lo infinito carecen de todo límite
y de toda medida. Inmensas son las magnitudes cósmicas
pero igualmente inmensa es la interioridad de nuestra
mente. Inmensas serán tanto la eternidad como
la nada.
Los espacios aéreos, los acuáticos, el
desierto se presentan igualmente como subversores de
un espacio uniforme, cartesiano y mensurable. Este tipo
de espacios son, además, habitados por formas
en continua transformación.
Las nubes, por ejemplo, al igual que los globos y los
vientos, son propias de los espacios de las alturas.
Pero el hombre, acostumbrado a medir, cartografiar y
nombrar, insiste en imponer un orden incluso a estas
formas etéreas y móviles.
Si bien al comenzar el siglo XIX, los meteorólogos
pensaban que las nubes eran demasiado cambiantes y efímeras
como para poder ser clasificadas, en 1802
Luke Howard, un químico, farmacéutico
y meteorólogo amateur inglés presentó
en una reunión científica su ponencia
“Sobre la modificación de las nubes”.
En la misma, establecía posibles formas establecidas
de nubes y daba nombre latino (al igual que lo había
hecho Linneo con las plantas y los animales) a cada
una de ellas. Dedicado durante años a observar
el cielo desde la ventana de su laboratorio, realizando
mediciones con su barómetro y su termómetro,
llegó a la conclusión de que existían
tres clases de nubes: Cumulus, Stratus y Cirrus. Inquieto
por la informidad y lo ilimitado de estos espacios de
las alturas, y por estas formaciones tan diferentes
a las cosas que encontramos a nuestro alrededor, inamovibles
y sólidas, además de nombrarlas, determinó
que estas nubes, lejos de asociarse al azar, conformaban
patrones combinatorios predecibles: los Cumulo-stratus,
Cirro-cumulus y Cirro-stratus. El cielo, que hasta esos
momentos se había presentado como un espacio
informe e impreciso, estructuraba ahora su propio lenguaje.
Nombrando a las nubes, Howard no hacía sino evidenciar
el afán de captura e inmovilización de
una realidad que es siempre transitoria, inestable y
precaria. Las categorías, los sistemas de medidas,
las medidas de tiempo, las cartografías, la compartimentación
de espacios actúan, de igual manera, como cajas
que intentan retener e impedir que la realidad se nos
escape. Sin embargo, lo único que consiguen poner
en evidencia es la imposibilidad de lograrlo. Lo único
que pueden retener es, en todos los casos, la pérdida
de un mundo que se escapa detrás de las palabras.